¿Gay o etéreo?
Me han concedido el traslado de la plaza a Albacete, motivo por el cual tenemos que buscarnos un piso de alquiler. Así fue como llegamos al anuncio del piso de un señor al que llamaremos Mariano. La conversación telefónica para ver el inmueble llegó a un punto en el que me preguntó:
— ¿Dispones de vehículo?
— Eeh… ¿sí? –No entendía a qué venía esa pregunta.
— Pues a las 19:00 me recoges en la otra punta de Albacete para ir a ver el piso. Y bueno, a la vuelta me puedes llevar en coche o… si no puedes, pues me tendré que volver andando. —Dijo con tono lastimero.
— Hola, hemos quedado hace 15 minutos.
— Ah, sí. ¿Era para el piso de la calle Pino, verdad?
— Sí.
— ¿Pero es que tiene usted más pisos?
— Sí tengo otro que vale lo mismo, si queréis ahora lo vemos.
— Vale.
— En caso de quedarnos con el piso, ¿se limpiaría antes?
Ahí se le enclavijó la cara y le cambió el tono de voz. Lejos quedaba ese hombre dicharachero que nos contaba que estábamos ante el último grito en colchones.
— Eeh… ¿sí? –No entendía a qué venía esa pregunta.
— Pues a las 19:00 me recoges en la otra punta de Albacete para ir a ver el piso. Y bueno, a la vuelta me puedes llevar en coche o… si no puedes, pues me tendré que volver andando. —Dijo con tono lastimero.
No sé si esto le pasa a la gente normal o sólo a mí, que en vez de enfrentar con sinceridad las cosas y decirle “Mire, estoy viendo pisos por la otra punta de Albacete y no me apetece tener que coger el coche para recogerlo. Si quiere venga a enseñárnoslo a pie que esto no es Madrid o al menos pregúnteme con más tacto si nos importa y deme una explicación lógica a por qué debería recogerlo”. En vez de decir todo esto dije “Sí, claro, le recogemos”.
Yo quería pensar que se trataba de un abuelo. Por la voz y la forma de hablar me cuadraba y yo a los abuelos les perdono casi todo.
A las 19:15 viendo que no venía, lo llamo.
— Hola, hemos quedado hace 15 minutos.
— Ah, sí. ¿Era para el piso de la calle Pino, verdad?
— Sí.
Cuando él y sus santos cojones se dignaron a aparecer comprobando que no era un tierno anciano, sino un señor de 66 años, le pregunto:
— Sí tengo otro que vale lo mismo, si queréis ahora lo vemos.
— Vale.
En aquel momento aún no sabíamos que Mariano era propietario de un elevado número de pisos de alquiler. En el coche fuimos de charleta y me pareció un hombre entrañable. Descubrimos que pasamos la horrible primera ola de COVID en la misma UCI, él de paciente y yo de enfermera.
Cuando llegamos a ver el piso, no estaba muy mal de no ser porque estaba muy sucio. El suelo lleno de tierra (cosa que no entiendo siendo un 3º), los muebles con una cantidad imposible de polvo, la cocina llena de grasa naranja y, la joya de la corona: la tapa del váter estaba abierta y en ella había una colonia de pequeñas mariposas. Parece ser que el último inquilino fue un microbiólogo. Desconozco si en esa casa estaba haciendo experimentos micro y macrobiológicos, lo cual habría sido una explicación a semejante ecosistema. Tal era el nivel de mierda que, yo, que me da mucha vergüenza enfrentar estas cosas, le dije:
Ahí se le enclavijó la cara y le cambió el tono de voz. Lejos quedaba ese hombre dicharachero que nos contaba que estábamos ante el último grito en colchones.
— Los inquilinos es que se piensan que tú le tienes que dejar el piso impoluto, pero luego ellos te lo devuelven sucio. Yo no te pido que me lo devuelvas más limpio de lo que te lo dejo, ¡déjamelo igual!
¿Cómo íbamos a dejar igual la granja de mariposas que había en la tapa del váter, el polvo de meses de abandono o la grasa fósil? Mariano inició un interminable soliloquio en el que decía que los inquilinos sólo exigíamos y los caseros eran los grandes mártires de esta sociedad.
— Esta raya en la pared no estaba cuando lo alquilé por última vez, en cambio yo no le he exigido al inquilino que me pinte el piso. El otro día me llamó una diciéndome que la lavadora le rompía la ropa, que tenía que cambiársela. ¡Que compre ella una!
En aquel momento ya teníamos claro que lo último que queríamos en esta vida era a Mariano de casero, pero ya le habíamos dicho que íbamos a ver otro de sus pisos. Por supuesto tuvimos que darnos otro paseo en el coche con él donde continuó su cháchara de la primera ola del COVID:
— De todos los que estábamos ahí se murieron 10 hombres y un gitano, sólo sobreviví yo. La sanidad es un desastre, si es que si los zurdos invirtieran en sanidad lo que invierten en pagarles las fiestas a los gays… ¡Que yo no tengo nada en contra de los gays! que a mí me da igual que seas gay o “etéreo”... ¡Mira! es ese garaje, puedes dejar el coche dentro, pero como lo rayes, ¡Yo no quiero saber nada!
Bajamos al garaje y se pone a indicarme cómo aparcar. No quiero a abrir el melón de señores asumiendo que tienen que enseñar a las mujeres a aparcar ¡Pero es que Mariano se puso desde fuera del coche a agarrarme el volante a través de la ventana! Mi paciencia ahí estaba a punto de desbordarse y no sé cómo le pude decir con temple “Si no me suelta el volante, no puedo ver el retrovisor para aparcar”. En ese momento yo me preguntaba, cómo había ido permitiendo toda esta serie de desfachateces hasta el punto de acabar ahí para ver un piso que no quería ver con un señor sacado de una película de Hitchcock.
Por fin llega el momento de ver el piso. Si el otro me pareció sucio… Este tenía la ducha con un dedo de moho negro. Tenía dos patios que decía que llevaban 3 años sin limpiarse porque la inquilina no lo había hecho y él menos lo iba a hacer. Apelaba a su “No te pido que me lo dejes más limpio, ¡déjamelo igual!”. Los muebles estaban destrozados, pero es que para colmo era de los pisos más caros que vimos y con diferencia el peor. Al ir a bajar una persiana estaba rota a lo que dijo exaltado “Ésta es otra, los inquilinos siempre quieren que arregle las persianas. ¡Pues no la abras y ya está!”. Mariano inició otra vez su interminable monólogo y yo que no soportaba un segundo más me inventé que teníamos que irnos a ver otro piso con urgencia y que lo llevara a su casa de vuelta su puta madre en bicicleta.
En la despedida, para sorpresa nuestra tras los distintos brotes de ira, oigo que le tiembla la voz y veo sus ojos anegados en lágrimas “Gracias a todos los sanitarios como tú yo estoy hoy aquí”. Dijo tendiéndome la mano para despedirse. Yo no daba crédito al compendio de emociones que se estaban sucediendo en tan poco tiempo. Le di la mano por la ventana de la cual se me había encaramado minutos antes y salí de ahí quemando rueda como El Vaquilla.
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